Capítulo V 

 

 El aprendiz

 
 

           El niño de Tari empezó a dejar de serlo el día que casi se ahogó en el río, y comenzó a ser un joven cazador la mañana en que el gran lobo del Tallar le clavó los colmillos en el antebrazo en la primavera siguiente. Curó bien y le gustó que quedara una cicatriz como recuerdo del ataque. También sintió una gran simpatía por la curandera, una hembra esquiva y solitaria que solía acompañarlos en las salidas de recolección pero que se distanciaba del grupo para recoger extrañas plantas que guardaba con sigilo y secreto en su zurrón, y no quería que nadie la observara. Al niño de Tari le gustaba aquella mujer solitaria, porque le había salvado el brazo, y ella parecía tener cierta preferencia por el espigado muchacho.

           Pero lo que cambió del todo la vida del jovenzuelo fue que a partir de que su brazo ya estuviera curado, el hombre de su madre consideró llegado el momento de adiestrarlo en las artes de la caza de la manada de Tari. Y le fue explicando y mostrando las diversas formas en que los hombres cazan.

           Está la batida, cuando unos cazadores se despliegan gritando y haciendo ruido por un monte y los otros esperan por donde suponen que van a huir las presas. El fuego es el batidor más eficaz, pero casi no puede utilizarse porque arrasa todo el bosque.

           Está el rececho, una caza más solitaria o todo lo más con un pequeño grupo, un par de ellos a lo sumo, que sigue la mano por los costados, donde el cazador, rastreando huellas y buscando querencias, confía con su sigilo poner a tiro la presa. El celo de los grandes herbívoros, la berrea del ciervo y la ronca del gamo, en otoño, o la ladra del corzo, en pleno verano, son los momentos más propicios, pues los animales, cegados y sordos por el celo a cualquier cosa que no sea la consecución de las hembras y la lucha contra los rivales, se hacen mucho más vulnerables.

           Está la espera. Emboscado junto a un lugar querencioso para los animales, las fuentes o algún específico punto del río, también algunos revolcaderos, aguardar en silencio y con el aire a favor que las presas se aproximen.

           Están las trampas. Con las mujeres había aprendido a poner lazos para los conejos, los zorros y los gatos monteses, a disponer redes y ligas para las palomas y losas para las perdices y los urogallos. Ahora, para las grandes piezas, la gran zanja abierta en el paso, con lanzas de punta clavadas en su fondo y bien tapada y camuflada con una fina capa de ramitas, hojas y tierra, era la manera más fácil de conseguir apoderarse de un gran rumiante. También podían caer otros animales. E incluso un lobo.

           Ésas eran las artes de caza de los hombres de Tari. Eran sus armas la lanza larga de arremeter y el venablo y el lanzador para lograr arrojarlo a la mayor distancia. La maza y el hacha para golpear y trocear, el cuchillo para rajar y diferentes lascas talladas para desollar y cortar. Las puntas mejores eran las de pedernal. Para los arpones dentados de pescar, buriles y punzones, el asta o el hueso eran los materiales requeridos.

           Aquel verano el niño de Tari aprendió a construirse sus armas y a servirse de ellas. Pero más importante aún era el saber descubrir a la pieza por su huella, a conocer su querencia y sus campeos, a perseguirla y acecharla sin que ella se percatara y a lograr ponerse a la distancia necesaria para poder arrojar el arma con posibilidades de alcanzarla en un punto vital. El cobro de animales heridos, por el rastro de la sangre, era la enseñanza más vital e importante, pues muy pocos caían en el lugar que eran alcanzados y en el rastreo era cuando se ponía en verdad de manifiesto la habilidad del cazador. Dejar en el bosque una pieza herida era motivo de máxima desazón y sentimiento de fracaso, pues ella acabaría por morir y su carne no aprovecharía a la manada de Tari. Tal vez a otras sí, pero los hombres no cazaban para ellas.

           Porque aquélla fue otra gran enseñanza. El hombre no cazaba para sí. Cazaba para la manada entera, y por ello no importaba en la cacería quién fuera el que asestara el golpe o rematara a la pieza. Lo importante era que la pieza se cobrara y que la manada comiera.

           A pesar de sus esfuerzos, no eran pocas las veces en que el joven de Tari se sentía un estorbo, que nada alcanzaba a ver en el suelo, ni entre las matas, que no sabía cómo hacer que el aire no delatara su presencia y que su azagaya no golpeara la tierra, un arbusto o un tronco antes que a la presa. Se lamentaba con silenciosa amargura de su torpeza, pero sus compañeros veteranos ante su gesto abatido, en medio de alguna burla amable, se empeñaban en alentarle y corregirle sus errores, alegres de poder hacerlo y azuzados por el interés evidente del muchacho. Que era mucho y que no tardó en dar sus frutos ante la pezuña marcada, la zarpa señalada, la ramita partida, el paso por la trocha, el restriego en el árbol junto al revolcadero o la escarbadura en el abrevadero, lo que hizo que los viejos cazadores, los que más le animaban, se mostraran orgullosos de sus progresos y se esmeraran aún más en trasmitirle todo aquello que con los años y la experiencia habían adquirido.

           El joven de Tari los admiraba y escuchaba y se fijaba en todo lo que hacían y cómo lo ejecutaban poniendo su máxima atención. Lograría ser como ellos, ver las huellas como ellos y arrojar el venablo con su misma destreza. Aprendería todo lo que ellos sabían, porque era muy consciente de que aquel conocimiento que le estaba siendo entregado era el mayor patrimonio de la manada de Tari, tanto o más que el propio territorio que dominaban. Podían encontrar otros cazaderos, pero su sabiduría la llevarían con ellos.

           El aprendiz respetaba el conocimiento de sus maestros y a ellos se sometía, porque ésa era la manera de los hombres, ésa, la verdadera posesión de la manada de Tari.

           Así era como avanzaba sobre la tierra la manada de los hombres, ascendiendo sobre la sabiduría de los que antes la habían transitado y de las manadas que les habían precedido. De esta forma aumentaban su propia sabiduría. El joven de Tari lo aprendería todo, luego él avanzaría un paso más y luego él trasmitiría todo lo aprendido en los otros y por él mismo. Entonces se convertiría en maestro.

           Pero ahora era un aprendiz y obedecía. No era puntero en el rececho, ni el encargado de lanzar la primera azagaya, ni el señalado para cerrar el escape de la presa. No importaba. Empezaba a tener su lugar en la fila y en el cerco, aunque este cometido podía ser a veces tan sólo el de transportar el agua, sujetar las patas del jabalí para que el desollador hiciera mejor su labor o llevar a Tari la nueva de una buena matanza para que acudieran las mujeres para ayudar a llevarse la carne.

           En cada paso el joven de Tari aspiraba el saber de la manada y poco a poco distinguía la huella fugaz del corzo y si en una piara había rayones o bermejos. Un día le señalaron un lugar en el cierre de un acoso, otra jornada falló por muy poco un venablo contra un cierva a la carrera, pero a nada no tardó en herir a una muflona que se escabullía y que al final pudo cobrarse. El hombre de su madre le entregó su asadura para que fuera él quien llevara el exquisito bocado del matador a su cabaña.

           Aquel otoño, cuando el bosque cambió sus colores y el roble comenzó a perder las hojas dejando sólo vestidas a las encinas, el joven de Tari ya tenía un lugar propio en el círculo de la hoguera de la carne. Ya no se sentaba entre mujeres. Tenía su puesto entre los jóvenes, y los que antes, cuando era un niño, se habían mofado y hasta lo habían golpeado sabían ahora que su mano empuñaba una lanza. Ahora era a él a quien en ocasiones se le encomendaba la misión de acompañar a las mujeres y a los niños en las tareas de recolección. Era algo que a pocos agradaba, pero el joven de Tari, aunque hacía un gesto de disgusto aparente, por dentro se alegraba al poder pasar un tiempo con su madre. A ella era a quien le gustaba más que a nadie narrar sus aventuras y contar sus avances en la caza. Y ella era la que más se alegraba y con más atención escuchaba relatar al muchacho sus andanzas.

           Un día de aquéllos le tocó en suerte esa tarea. Muy ufano, con su lanza y su venablo, amén de la honda que manejaba también con soltura y que era muy útil principalmente para pequeños mamíferos o hasta para abatir un corzo o un borrego de muflón, encabezó la marcha de las mujeres hacia las fuentes, para recoger en sus cercanías las moras de los zarzales, así como avellanas, castañas y hayucos en los bosques que las rodeaban. Fueron subiendo por la del Chorrillo, la del Valdehuevero, la del Piojo para descolgarse desde allí a la del Roble y la Vid, la más abundosa en frutos de todas ellas. Luego bajarían por su reguera y al atardecer estarían de vuelta en Tari.

           Fue en aquel instante, al descolgarse desde el Piojo, cuando el joven de Tari vio al lobezno Blanquino con la loba, a media costera, resubiéndose y hurtándose entre los enebros para acabar de taparse en el bosque del Tallar.

           El lobato estaba echando el pelaje de invierno y la borra que le estaba creciendo le hacía parecer más fuerte y corpulento. Su color más blanquecino le iba a hacer inconfundible entre toda su manada. Iba solo con su madre. La loba miró al grupo de humanos y enseguida emprendió un trotecillo rápido y se perdió de vista. Pero el Blanquino se quedó parado, observando, medio tapado por una sabina, al joven que también se había detenido y lo miraba. El lobo, en el umbral de su primer invierno, volvía a oler aquel tufo del hombre y del humo que le había perseguido nada más abrir los ojos, y algo en él le resultaba conocido. Lo observó una vez más con una larga mirada fija y luego se perdió, al trote —ese escurridizo y extraño trote de lobo—, tras su madre. El joven de Tari supo quién era aquel lobato Blanquino que trasponía a media cuesta por el Tallar. Él lo había visto ya de cachorro, colgando de la boca de la loba, el día que el lobo macho le desgarró el brazo y los hombres abrasaron la lobera de la fuente del Jabalí.

 Las grullas
 
 

           El lobo y el hombre las oyeron pasar bajo las estrellas. Los dos las habían sentido anteriormente —a las grullas siempre se las oye primero y luego se las intenta descubrir en el cielo—, cuando los robles comenzaban a perder las hojas y el bosque se empapó de humedad. Habían atravesado en grandes bandadas siempre en la misma dirección, por encima de los llanos en alto de los montes sobre el Tallar, y ninguno de los dos había podido dejar de seguirlas con la vista hasta que sus clamores y sus siluetas se perdieron en el horizonte.

 

           Esta noche su vuelo y su voz tenían un sonido diferente. Porque estas grullas, que bajaban cuando el aire de la noche —de un día que había amanecido soleado y tibio— se estaba tornando gélido a cada ráfaga, presagiaban el más duro invierno. La noche cristalina comenzaba a destilar el hielo por la punta de cada una de sus estrellas. El joven de Tari y el lobato del Tallar halaron vanamente de distinguir las siluetas de los grandes pájaros viajeros surcando el cielo con estrellas, pero sin luna. No pudieron verlas.

 

           Al día siguiente, con el cielo encapotado, sí pudieron observar sus formaciones. Volaban raudas, una bandada sucedía a otra y algún ave rezagada se afanaba en trompeteos y clamores para enlazar con cualquiera de las uves dibujadas por sus compañeras. Venían traspasando la sierra para avanzar veloces hacia el sur. Barruntaban la tormenta, presentían el frío de las tierras polares que las vieron nacer, y el ritmo de sus poderosas alas era enérgico y continuo. Traían detrás la nieve. Venía a su alcance y perseguidas por ella pasaron a centenares durante toda la mañana. Las grullas dejaron de pasar cuando, cada vez más cenicientas, las nubes comenzaron a arremolinarse sobre el Tallar y sobre Tari.

 

           La ventisca, anunciada por las grullas, se desató con las primeras sombras. Primero blancas y duras semillas de hielo repiquetearon en los árboles, los arbustos, la tierra, las cabañas y la propia piedra de Tari. Luego, copos furiosos trizaron el espacio nocturno. Después, la cellisca se agitó y silbó durante toda la noche con los ventisqueros corriendo la nieve hasta amontonarla en los terraplenes. El amanecer trajo el albo paisaje que las grullas, hijas del norte, habían presagiado.

 

           El lobo Blanquino corrió alegre por el llano en alto sintiendo la nieve crujir bajo sus patas. Luego se revolcó en ella y dio zarpazos a los copos que seguían cayendo.

 

           El joven de Tari miró desde la Roca todo el espacio cubierto por aquella inmensa piel blanca y se fijo en que los árboles sin hojas estaban cuajados de estrellitas de hielo. Vio que los cazadores se apresuraban a salir y se señalaban unos a otros los rastros marcados en la nieve que delataban a sus presas.

 

           Y fue con ellos.